Llegamos ya al hecho más portentoso de esta primera década misionera del Apóstol del Brasil. Este hecho tiene dos aspectos, uno externo y otro interno, a cuál más admirable.
El externo es el tratado de paz entre tamoyos y colonos. Es el primer Tratado de Paz de América. El interno es el Poema DE BEATA V1RGINE DEI MATRE MARIA, primer poeta lírico latino de América, primera “mariología” escrita por un jesuita, que todavía no era sacerdote.
El que desee alguna información más amplia sobre el tema puede consultar el libro de 600 páginas “JOSÉ DE ANCHIETA, PRIMER MARIÓLOGO JESUITA” (Facultad de Teología, Granada, 1997). Digo “alguna información”, porque el portento está tan ampliamente documentado que es casi imposible abarcarlo de forma exhaustiva.
Para los lectores de Tenerife existe una traducción del Poema, sacado a luz por su Obispado en 1987, y que puede encontrarse fácilmente en cualquiera de sus bibliotecas.
La autoría de este Poema es absolutamente cierta para cualquier riguroso historiador. Y sin embargo, en la Carta del Hermano Anchieta al Padre Diego Laínez, Superior General de la Compañía de Jesús en Roma, fechada en San Vicente el 8 de enero de 1565, no se hace mención alguna ni explícita ni implícita a ese Poema. Ni siquiera puede atisbarse una velada alusión a la mística mariana que alentaba, día y noche, el corazón del misionero canario en la plenitud de sus 29 años.
Para tener alguna idea de este Tratado de Paz, debemos recordar que los jesuitas llegaron al Brasil en 1549 con el primer Gobernador General, Tomé de Sousa. Con el segundo, Duarte da Costa llegó, en 1553, José de Anchieta. Es este joven lagunero de 19 años el que primero se “acultura” allí, porque no sólo aprende su lengua en pocos meses, sino logra, con su Gramática, Vocabulario, Catecismos y Canciones, que los demás misioneros puedan acercarse útilmente a los nativos y “aculturarse” también en el Brasil.
El Provincial, Manuel de Nóbrega, que quiere a José como a un hijo, le pide que difiera su Ordenación Sacerdotal hasta que se organice la nueva evangelización. Ésta no fue efectiva hasta que vino otro hombre providencial, a quien ya conocemos: Mem de Sá, tercer Gobernador General, llegado a Bahía el 28 de diciembre de 1557. En vez de un trienio, como los anteriores, estuvo allí quince años, hasta su muerte, cooperando siempre con la misión evangelizadora de los jesuitas.
La colonización se limita casi a la costa, desde el norte de Permambuco hasta el sur de San Vicente. En estos primeros años los principales puestos de Misión están junto a Bahía, Río de Janeiro, en vías de fundación, y San Vicente, en cuya Capitanía funda Anchieta, con la ayuda del indio cristiano Tibiriçá, la aldea de Sao Paulo, primer núcleo de la ciudad más activa y populosa del Brasil moderno.
Para entender el “Tratado de Paz con los Tamoyos”, hay que recordar que tanto el Gobernador General como el Padre Provincial tenían su residencia habitual en Bahía, que era la capital de la colonia. Desplazarse por tierra hacia el Sur era entonces prácticamente imposible. El viaje por mar era muy peligroso y, a veces, se tardaba más en llegar que desde la misma Lisboa.
Ahora bien, el principal peligro lo representaban los piratas y corsarios franceses, alentados por el almirante Coligny, que se habían hecho fuertes en una isla de la bahía de Guanabara, desde donde pensaban dominar toda la región de Río de Janeiro para fundar allí la Francia Antártica. Sus aliados naturales fueron los indios Tamoyos, mal tratados por algunos colonos portugueses, en ausencia de los misioneros...
Un breve párrafo de la carta de Anchieta a Laínez (que ocupa en la edición de Granada 1997, las páginas (25-64) nos puede dar luz sobre el problema:
En las letras pasadas (16 de abril de 1563) toqué algo de las grandes opresiones que dan a esta tierra (Capitanía de San Vicente) unos enemigos nuestros llamados Tamoyas, del Río de Henero, llevando continuamente los esclavos, mujeres e hijos de los cristianos, matándolos y comiéndolos, y esto sin cesar, unos idos, otros venidos por mar y por tierra; ni bastan sierras y montañas muy ásperas, ni tormentas muy graves para impedirles su oficio cruel, sin poder o, por mejor decir, sin querer resistirles: de manera que parece que la divina justicia tiene atadas las manos a los Portugueses para que no se defiendan, y permite que le vengan estos castigos, así por otros sus pecados como MAXIME (principalmente) por las muchas sinrazones que tienen hecho a esta nación, que de antes eran nuestros amigos, salteándolos, cautivándolos y matándolos muchas veces con muchas mentiras y engaños.
El párrafo siguiente de la misma carta revela el aspecto positivo de los misioneros:
Por lo cual determinó el Padre Manuel de Nóbrega de tratar paces con ellos, con aplauso de todos estos pueblos, para que algún poco cesasen estos incursos y opresiones y a lo menos, cuando ellos no quisiesen, nos quedase nuestra causa justificada delante de Dios Nuestro Sehor y ablandase el rigor de su justicia, queriendo dar su vida en sacrificio, entregándola en manos de sus enemigos, quedándose con ellos en sus tierras (mandando también ellos acá algunos de los suyos en rehenes, y así tratándose poco a poco hasta soldar la amistad y paz) UT UNUS AUT DUO MORJRENTUR HOMINES PRO POPULO, ET NON TOTA GENS PERIRET (para que uno o dos hombres -Nóbrega y Anchieta- murieran por el pueblo, y no pereciera toda la nación: Jn 11, 50), esperando de aquí también otros frutos de la conversión de los mismos, o SALTEM (al menos) ganar algunas almas de sus hijos inocentes con el agua del santo bautismo, como más longamente en las letras pasadas he referido.
Los que tengan el placer de leer esta carta en JOSÉ DE ANCHTETA, PRIMER MARIÓLOGO JESUITA (que también debe estar en todas las bibliotecas de Tenerife), adviertan que el adverbio “acá”, que se repite con frecuencia, se refiere a la Capitanía de San Vicente, desde donde escribe Anchieta, y el adverbio “allá”, muy frecuente también, hace referencia a la de Río de Janeiro, sobre todo a la aldea de Iperuí, adonde llegó con Nóbrega, que tuvo que dejarlo solo “allá” durante cinco meses.
Esta estancia del joven misionero canario, solo, entre los Tamoyos fue un continuo milagro. Caso único en la gloriosa historia de las Misiones. Una tarde el caudillo Aimbiré, uno de los más feroces y sanguinarios, le dijo: “Si hoy no te he matado yo, con lo furioso que venía, puedes estar seguro de que ya nadie te podrá matar...”
Él estaba seguro de que no iba a morir allí, a pesar de sus ansias de martirio. La Virgen le había comunicado que aquel Poema de su Vida, empezado con dísticos ingenuos en La Laguna, continuado en Coimbra con estrofas académicas, también en latín, sería completado en su “felicísima memoria” durante las largas noches de su cautiverio, y lo pondría por escrito en San Vicente después de su liberación. Así se lo refirió confidencialmente, años después, al Padre Gonzalo de Oliveira, gravemente tentado en su vocación religiosa.
Por otra parte, su profundo conocimiento de la lengua tupí-guaraní, le permitió entrar espiritualmente en el alma indígena. Y la fe cristiana, “que creció con él desde sus primeros años” completó el milagro. Los niños acudían a la catequesis y aprendían con devoción los cánticos religiosos. Después las mujeres e incluso algunos hombres. El anciano Pindobuçu lo tomó bajo su protección, tratándolo como a un hijo. Él y otros le ofrecieron más de una vez sus hijas y nietas hasta que llegaron a comprender el valor de la castidad religiosa.
Una muchacha, enamorada, se le acercó una noche mientras oraba, de rodillas, en su choza:
-José, José...
Silencio.
-José, ¿estás vivo o muerto?
-Estoy muerto.
Esta anécdota la conocemos también por el testimonio del Padre Gonzalo de Oliveira. La realidad mística no es nueva. Ya la estrenó San Pablo: “Estoy crucificado con Cristo y vivo.., ya no yo: es Cristo quien vive en mí’ (Gal 2, 20). Nunca han faltado en La Iglesia estos grandes santos. Hoy tampoco, aunque no lo pregonen los modernos medios de comunicación social…
Una última cita de la carta al Padre Laínez, en la que no falta cierto tinte de humor:
Razón sea que dé cuenta de/ fruto que se dio en la selva tan inculta de aquella nación, y es éste. Estando yo luego después de estas aflicciones, a los 28 de junio, en una cabañuela de palmas, donde el Padre (Nóbrega) solía decir Misa, junto a nuestra posada, y como rezase los maitines, oí junto a ella hablar y cavar. Y porque allí las indias solían cocer loza, pensé que sería eso y no me quise distraer; y acabadas las lecciones, que sería pasada ya media hora, llegose allí una.
Yo preguntele qué hacían allí. Ella me dijo que enterraron un niño. Y pensando yo que habían matado alguno, contóme ella lo que pasaba, y era que había ella entonces allí parido uno, y fue tan sin dolor, que, no estando más de diez o doce pasos de mí, ni grito ni gemido le oí porque ninguno dio; y acabando de nacer de ella un niño muy hermoso, una vieja, su suegra, lo enterró vivo; porque siendo aquella moza su madre preñada de uno que la tenía por mujer, siendo dejada de él, se casó con otro, de manera que según la opinión de esta gente, quedaba el niño mezclado de dos simientes, y a los tales, en naciendo, luego los entierran vivos con tan grande bestialidad y crueldad, que muy menor sentimiento ha por ello su madre que si se le muriese un gatillo, porque dicen que los tales son después débiles y para poco, y que es gran deshonra después, cuando viven, llamarlos mezclados.
Yo, sin ninguna confianza de su vida, por haber ya tanto tiempo que estaba debajo de la tierra, dejo los maitines y voy corriendo a mojar un paño en agua, y cavando la tierra hallélo que aún bullía, y bauticélo, haciendo cuenta de lo dejar, pareciéndome que ya expiraba; mas diciéndome algunas mujeres que aún podía vivir, porque a las veces estaban los tales todo un día enterrados y vivían, determiné de sacarlo y hacerlo criar.
A este espectáculo tan nuevo concurrieron muchas mujeres de la Aldea y con ellas un indio con una espada de palo para quebrarle la cabeza, al cual yo dije que lo dejase, que yo lo quería tener por mi hijo, y con esto se fue. Yo desenterrelo, y ninguna de aquellas mujeres le quiso poner mano para lavarlo, por más que se lo rogué, antes se estaban riendo y pasando tiempo, diciendo que ya el Padre tenía hijo, y esto les quedó después en gracia a ellas y a todos los indios,
Viéndolas así tomé el niño y asentélo sobre un mi muslo y comencélo a limpiar y lavar lo mejor que pude, y entonces se movió una de ellas a me ayudar. Y como quiera que yo sabía poco del oficio de partera, íbale a cortar el ombligo junto a la barriga, mas una vieja me fue a la mano, diciéndome: -No lo corte por ahí que morirá Y enseñómelo a cortar. Finalmente yo lo envolví en unos paños y lo entregué a una de mis amas, mujeres de mi huésped, que me lo criasen, y algunas otras mujeres le venían a dar de mamar, de manera que vivió un mes, y aún viviera y creciera, si no le faltara la teta, mas por falta de ella murió. A la verdad él fue sesudo en huir tan mala gente e irse al cielo a gozar de su Criador, el cual sea bendito para siempre. Amén.
De lo poquito que hemos citado (las Cartas de Anchieta llenan 500 páginas en el volumen 6° de sus Obras Completas: Sao Paulo, 1984), podemos deducir su objetividad. Él ha optado por los indios, como seguiremos comprobando, pero no cae en la ingenua generalización de las Casas: “los Indios son unos santos y los Colonos unos malvados”. Todos necesitan ser evangelizados. Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad. Anchieta se hace todo a todos para ganarlos a todos para Cristo...