El nombramiento de Suñol como miembro de la Academia
de San Fernando, fue un reconocimiento definitivo de
su talla artística, que le llenó de legítimo orgullo.
Este es el texto del discurso pronunciado ante los
académicos, que posteriormente fue constestado por el
Excmo. Sr. Marqués de Valmar.

DISCURSO

leído ante la

REAL ACADEMIA DE BELLAS ARTES

DE SAN FERNANDO

en la recepción pública

del

SR. D. JERÓNIMO SUÑOL

el día 18 de Junio de 1882

Sres. Académicos:

Si ganoso de dar público y solemne testimonio de gratitud haca la Corporación ilustre que me ha admitido en su seno (mas que en ley de justicia, a título de benevolencia), intentase vestir mis conceptos con las galas de la oratoria o los primores del lenguaje, seguramente sería vano mi esfuerzo, y mi caída, al pretender encumbrarme, tan terrible como la del malaventurado Icaro, hijo de Dédalo, el primer escultor, según la fábula. Alardeen ingenios mas felices, como muchos de los que desde hoy me honran con el dictado de compañero, de sus facultades de escritor y de sus dotes de literato. A mí, que no la ligera pluma, sino el pesado martillo he usado en mis obras; a mí, que antes bien que pulir con artificios retóricos la frase, sé tan solo desbastar el duro mármol a golpe de cincel, cúmpleme, no mas, decir en llana prosa mi opinión sobre el arte que profeso.
No debo ser exigente ni con mi ingenio no con vuestra bondad. Harto adivino que este discurso, que a vuestra paciencia encomiendo, puede, cuanto mas, representaros aquellas famosas estatuas de Egina, curiosísima muestra de los albores de la escultura griega, cuyo cuerpo, modelado con el vigor y la destreza de hábil mano, carece en la cabeza, natural asiento de la hermosura física y del valor intelectual, de la pureza, la expresión, la armonía y el encanto, en los cuales brilla siempre como el alma de las grandes concepciones artísticas.
Pertinente juzgo a mi propósito, antes de aventurar mis apreciaciones acerca de la moderna escultura, recordar, siquiera brevemente, la historia de ésta; retrotraer la memoria a su nobilísimo abolengo y citar, aunque de pasada, los fastos mas brillantes de su vida.
De nobilísimo he calificado su linaje, y no es este un encomio nacido del amor profesional; con plena justicia pudiera haber extremado la alabanza, designándolo como divino. Nació la arquitectura para dar vivienda al hombre; nació la pintura para copiar su imagen; pero solamente entre las artes plásticas nació la escultura para significar desde luego la divinidad. Ora con monstruoso aparto como en los antiquísimos pueblos de Oriente, ora con solemne y rígida apostura como en Egipto; ya con bellísimas formas como en Grecia, ya con majestuoso atributo como en Roma; bien con austero semblante como en la Edad Media, bien con lozana hermosura como en el Renacimiento; siempre la estatuaria, aunque valiéndose del cuerpo humano como modelo, ha elevado en sus pedestales a la deidad de los gentiles o al Dios de los cristianos. Y los semidioses y los héroes de la mitología, o los santos y los profetas de la religión , han formado siempre también el magnífico cortejo que, como único digno de tales creaciones, ha reproducido en todas edades el cincel del escultor.
No cabe en esta simple reseña investigar los oscuros orígenes del arte en que me ocupo, ni buscar sus obras en las primitivas edades. Su cronología empieza en realidad a contarse desde los tiempos en que el pueblo egipcio levantaba los colosos y las esfinges, a cuya sombra sesteabanlos rebaños, y que eran en los arenales del desierto dignos centinelas de las altísimas pirámides.
Corresponde, sí, a Egipto, diestro ya en toda labor e inteligente sobremanera en ejercicios del arte, el decanato de la escultura, Hay en ella pureza de líneas, finura de contornos, maestría de modelado; pero la liturgia rigurosa a que estaba sujeta, esclavizaba por completo el pensamiento y la mano del artista, inmovilizando el uno y sujetando la otra de suerte, que un solo tipo y casi una sola actitud le era dado representar. Emblemas tangibles del dogma, jeroglíficos con cuerpo, momias de granito, las estatuas egipcias eran como la crisálida de la mariposa griega.
No hay que desdeñar, empero, aquellas primera e incompletas manifestaciones del arte escultural. Su imperfección era premeditada, su inmovilidad impuesta, estudiada su monotonía. El artista que modelaba aquellas figuras muertas y rígidas, conocía el movimiento y la acción; los accesorios de sus obras lo demuestran. Pero, como observa Carlos Blanc, 1 , "dos cosas vense allí evidentes y evidentemente voluntarias: el sacrificio de lo pequeño a lo grande, y la no imitación de la vida real..." "Reemplaza a la variedad, que distingue a los seres viviente, y que es la esencia de la naturaleza, una religiosa y sacerdotal simetría llena de artificio y de majestad" "El estilo egipcio, - añade el mismo escritor -, es, pues, monumental por el laconismo del modelo, por la austeridad de la línea y por su semejanza con las verticales y horizontales de la arquitectura..." "Permanece siempre semejante a sí mismo, porque representa la fe, que no debe cambiar". "Destinadas a recordar el dogma místico, - dice refiriéndose a estas figuras el abate Lamennais 2 , - pertenecen por su origen y su carácter a aquella época en que la ciencia, el poder, el gobierno, la dirección de las cosas religiosas y civiles, hallábanse concentradas en los colegios sacerdotales, y la sociedad entera emanaba del templo..." "Afectó ( el arte ) formas colosales y pesadas, expresión de la inmóvil eternidad, y conservó cierta afinidad con la tumba, porque la idea de la muerte fue constantemente la idea dominadora en Egipto. La momia envuelta en vendas fue el tipo primero de la escultura, y Sesostris, cuyo genio guerrero no dio punto de reposo ni al mundo ni a sí mismo, está en tal forma representado en una estatua...".
Al arte griego, libre, riente, humano por excelencia, cupo en suerte romper aquellas vendas, desentumecer aquellos miembros, resucitar aquel cadáver. A su voz potente, como la de Cristo en el Evangelio, la estatua egipcia, nuevo Lázaro, rompe la triple caja de su sepulcro, se inflama en soplo ardiente de vida, y anda. Los ya citado mármoles de Egina, - gala y prez de la Glypotheca de Munich -, conservan en su semblante la insensible quietud de las imágenes egipcias (o mas bien una especie de sonrisa, tanto de idiotez como de beatitud); pero sus miembros se agitan, su cuerpo se pliega y encorva, sus músculos se tienden y la sangre parece correr, en fin, por sus venas de piedra. Mas tarde, completa la evolución artística, y volando con ligeras alas la mariposa aquella aprisionada por los sacerdotes faraónicos, el rostro adquiere la conveniente expresión, y en sus ojos, aunque sin pupila, se refleja la luz espléndida del horizonte helénico. De un solo arranque llega entonces el arte del cincel a tan elevada cumbre, que jamás en el transcurso de los siglos pueblo alguno lo ha sobrepujado. Así , al empuñar Fídias el cetro de la escultura griega, pudo con justo orgullo y con nunca disputado derecho, grabar en las columnas del Parthenon la leyenda famosa de Hercules: Non plus ultra.

 

Fídias, y la lucida pléyade que le precedió y le siguió: Alcamene, Polycreto, Scopas, Praxiteles, Lysipo, fijaron con tal firmeza y tan hondamente el estandarte artístico, dictaron con tanta sabiduría y poder las leyes de la estatuaria que, como afirma Montesquieu, de las obras del mas ínclito de todos ellos, "creer que pueden ser aventajadas, es, en verdad, no conocerlas".
Del estilo severo y fuerte, heredero inmediato del egipcio y asiático, y del estilo jónico, flexible y elegante, nacieron, en venturoso alumbramiento, esa Venus de Milo, esa Diana Cazadora, ese Torso de Belvedere, esas Parcas del Museo Británico, esa Niobe de Florencia, cuyos cuerpos, maravilla de verdad, exceden, sin embargo, a la verdad misma; cuya belleza, con ser tan peregrina y acabada, no se afemina jamás; y cuyas formas, por las que circula la sangre del Olimpo, conservan el noble reposo de la divinidad, y parecen sujetas a armónicas proporciones, como la arquitectura, a enérgico claroscuro, como la pintura, a delicado ritmo, cual la música.
Cabe en cierto modo, como pretende Winckelman (y omitiendo los tiempos mas mitológicos que históricos de Dédalo), dividir la escultura griega en cuatro periodos que pudiéramos denominar de preparación, de apogeo, de refinamiento y de imitación; o bien, si árbitro soy de usar los apelativos, dogmático, varonil, femenino y realista.
Corresponde al primero una impasible prosopopeya, una fría apostura que la liturgia imponía al artista; no tenía quizá el derecho todavía de crear a su antojo una figura bella, sino el deber de fabricar una imagen para el culto; el rigorismo egipcio pesaba todavía sobre él; sus dioses no habían roto por completo las bandas de la momia; movían, empero, ya brazos y piernas, vestían con cierta gallardía sus ropajes, eran ya hombres. La Minerva eginetica de Herculano, los ya citados y preciosísimos restos de los frontones del Panhellenion de Egina, y también los barros, los bronces y los mármoles de la escuela de Sicione, son claro testimonio de mis palabras, y preciada muestra del arte en tal periodo. A los primeros y toscos ensayos en madera, habían sucedido las obras cinceladas en metal o esculpidas en piedra, y los nombres de Aristocle, Theodoro y Rhoecos, han llegado a nosotros a través de luengos siglos ennoblecidos por la fama.
En la segunda época, el Sisifo del arte lleva de un solo empuje su enorme roca a la cúspide de la montaña; rompe el martillo del escultor el postrer obstáculo; del antiguo Oriente conserva no mas la olímpica calma de sus deidades, y sus estatuas, aunque dotadas de humana apariencia, parece como que envuelven el espíritu de un dios. La línea se ha redondeado, se han equilibrado las proporciones; la beldad de la figura no se fija en un punto, sino corre por sus miembros todos; rige una armonía serena y majestuosa sus contornos; a la escrupulosa reproducción de las partes del cuerpo una a una, merced a destreza maravillosa y a sapientísimo estudio, se agrega como una luz celeste que la alumbra, como un soplo de la belleza eterna que la anima, y la estatua, humana en sus detalles, es divina en su conjunto; para los ojos, hombre; para la mente Dios.
Aparecen entonces, como en gallarda teoría de artística procesión, la Minerva Poliada de Fídias, la Niobe de Scopas, la Vénus de Alcamene, la Juno de Policleto, y esa Venus de Milo, de autor ignoto, mutilada, si bien viva y triunfante; dechado de belleza y majestad; símbolo y recuerdo a la vez, no vencido in igualado, del arte griego; de la que escribe Paul de Saint-Víctor que, "salió de un cerebro viril fecundado por la idea y no por la presencia de la mujer", y que al mirarla, aunque fija y clava en un pedestal, evoca la conocida frase de Virgilio:

"Et ver incessu patuit dea..."

En el tercer periodo, la Venus Victrix se trueca en Venus Afrodite, la de Milo en la de Medicis. Sustituye la gracia al vigor, la elegancia a la firmeza, el femenino encanto a la varonil apostura; nótase entonces como se sutiliza el ejercicio del cincel, como se refina la ejecución, como vence en primor, no en majestad, a cuanto hasta aquella sazón ha producido el arte. Es su monarca entonces Praxiteles, Friné su ninfa Egeria; esculpe una Venus mas, la de Gnido, de la cual decía un poeta: "Ved la soberana de los dioses y de los hombre", y a ver la cual acudieron en romería los pueblos todos de la Grecia. Atribúyese al mismo autor el Fanno de Florencia, dotado del hechizo y la gentileza que determinan este periodo, al cual también, sin duda, pertenecen el Apolino de la citada Florencia y el Fanno danzando de Nápoles. Son todas estas figuras inferiores en tamaño al natural, y suplen, como ya he apuntado, la grandeza y el grandor de la segunda época con la morbidez, la perfección y la gracia de las líneas; haciendo que el duro y frío mármol compita con la carne, y logrando, como en virtud de mágico conjuro, que del pedrusco informe brote la estatua, tan bizarra como Palas del cerebro de su padre Júpiter, y tan seductora como Venus de las olas de su madre Thetis.
Llegamos al cuarto periodo, en el que se barrunta ya la decadencia; dos semblantes toma: o la copia servil de la naturaleza llevada al extremo, vergonzoso para el arte, de modelar las cabezas en conformidad con una mascarilla tomada sobre el modelo, o la hiperbole de la expresión, que en la época mas pura no llegaba nunca a turbar la noble armonía de los miembros, y cuyos movimientos en este postrer periodo degeneraban ya en contorsiones. No faltaba a esta expresión, aun sacada del reposado asiento que a la escultura parece mas adecuado, verdad y energía; confesarlo es preciso: los Luchadores, y particularmente el Laocoonte, acreditan a la vez la cálida y el defecto, si defecto puede llamarse. El segundo de los citados grupos es y será el pasmo del que lo contempla; pero en el juicio austero del arte, el dolor moral de Niobe, que apenas se mueve sino para proteger con su manto a sus hijos, sobrepujará siempre al dolor físico en que se retuercen el gran sacerdote de Neptuno y los suyos. Lísipo reinó en este periodo, a la vez que su egregio modelo. Alejandro Magno, reinaba en dilatadas regiones, las cuales vinieron mas tarde a poder de los romanos, como el arte de Grecia fue a agonizar y a extinguirse bajo el poder de Roma, serpiente mas terrible aun que la que se enroscó en la playa de Troya a Laocoonte, puesto que ahogó con sus anillos al pueblo mas artista que en el curso de la historia empuñó el cincel, asió el compás, tomó el pincel y manejó la pluma.
Fuerza es reconocer que causas múltiples conspiraban a depurar y entronizar a un tiempo el culto estético de la Grecia; que todo concurría a que fuese el pueblo escultor por excelencia, y que la fábula de Galatea, estatua maravillosa, animada por el amor del artista, puede conceptuarse como el poético emblema del arte helénico. La educación de los ciudadanos, ya áspera y guerrera con los lacedemonios, ya elegante y galana con los atenienses, fomentaba desde su comienzo el amor a lo bello y la facultad de descernirlo. Costumbres, trajes, aficiones, religión, todo, todo era ejemplo vivo, estímulo ferviente del arte estatuario. Representábase a los dioses como seres humanos en el apogeo de la hermosura, y Venus era el modelo del cuerpo femenil, como Apolo el canon de las formas masculinas: graduábase la devoción a la imagen por la perfección de la misma, y la Minerva de Fídias y la Venus de Praxiteles, antes por el artista que por el dios, hacían caer de hinojos a la Grecia entera. Según el testimonio de Pausanias y la aseveración de Plinio, las estatuas se contaban por centenares en los templos y por millares en las ciudades; luchaban desnudos los mancebos en los juegos públicos; desnudas también corrían y danzaban las doncellas; las vestiduras ni ceñían los miembros, ni falsificaban las formas, ni disimulaban los contornos; convocábanse certámenes en Lesbos para premiar la beldad de las mujeres, y en Elida para galardonar la gentileza de los hombres: teníase la hermosura como cualidad semidivina y como don celeste precursor de venturas; las ricas estancias de las hetairas mas bellas, eran favorito lugar donde se reunían sabios, filósofos y políticos; el perfil griego, según resueltamente afirma Hegel, "pertenece al ideal de la belleza absoluta"; "la Grecia, en opinión de Taine, convirtió de tal suerte en modelo el hermoso animal humano, que lo hizo su ídolo y lo glorificó en la tierra, divinizandolo en el cielo".
Y como prueba de que no deben tacharse de exagerados estos conceptos, recordaremos como Herodoto cuenta que los habitantes de Gesto, en Sicilia, erigieron un templo a Filipo de Crotona por lo gallardo, y que nadie ignora que la cortesana Friné fue perdonada en un tribunal por su hermosura. No pudo a mayor premio aspirar la beldad humana - espejo eterno y clarísimo de la escultura: - superaba a la justicia, y se igualaba a la divinidad.
Semejantes, cuando no idénticos, eran creencias, usos, atavíos y aficiones entre los romanos, y el arte, empero, no floreció en Roma, sino mediante el injerto o el calor artificial. Imitaron y copiaron los romanos a los griegos, y cuanto mas alto rayaban en la ejecución de sus obras, apenas si a sus modelos llegaban; ni un solo artista, ni uno, estampó los imborrables signos de su nombre en el libro de la historia, mientras que Fídias, del que no resta obra auténtica alguna, y Apeles, cuyas concepciones destruyó el tiempo, conservaban través de los siglos sus nombres inmortales.
Aplicáronse los romanos señaladamente a las estatuas icónicas, o sea a los retratos esculpidos; llenos están los principales museos de dioses, emperadores y personajes diversos, en cuyo marmóreo cuerpo compite la pulcritud de los detalles con la destreza de la ejecución y así los bucles del tocado como los pliegues de la toga, son maravilla del cincel. pero este primor en las partes, rebaja el conjunto; a la nobilísima armonía del desnudo cuerpo, exento de adornos y desdeñoso de galas, como era usanza griega, sucede el lujo de los relieves de la armadura y del broche del manto, o bien la fidelísima copia del rostro original; ya la estatua, perfecta en sus proporciones y admirable en su belleza, no es la mujer o el hombre, es un hombre o una mujer. Todavía mientras se conservó encendido el fuego sagrado del arte helénico, mientras Grecia, aunque subyugada a Roma, la dotaba de filósofos, historiadores y artistas; mientras la munificencia imperial trocaba en ciudad de mármol una ciudad de ladrillos, y poblaba la capital del mundo de tantos habitantes de piedra y bronce, como de carne y hueso; mientras el cincel romano, en fin, respetuoso en la tradición, cincelaba la Agripina, el Antínoo, el Marco Balbo, y en bustos o figuras, la dilatada serie de sus monarcas (alguno de los cuales, baldón de la humanidad en su ser vivo, es delicia del arte en su trasunto), todavía repito, la estatuaria romana fue lustre, decoro y ornamento de la soberbia Roma, hasta que la relajación, el abatimiento, la derrota por decirlo así, de todas sus fuerzas materiales, y morales singularmente, dio con el coloso en el suelo. Ya entonces, arrastrándose por las calles de Bizanzio, manchó en el barro o envolvió en el polvo su manto y su corona, y al convertir la ciencia en taumaturgia, la filosofía en ergotismo, en conceptismo la literatura y la religión en logomaquia, convirtió en manufactura el arte. Fue entonces cuando se cinceló en metales ricos y se esmaltó con piedras preciosas y se incrustó en costosas materias y se animó con sutiles y rebuscados efectos la estatua, hasta aquel día digna y severa imagen artística del hombre.
El huracán del Norte vino en muy oportuna sazón a barrer, nuevo Hércules, aquellos establos de Augías. Por desdicha, la tempestad no se enfrena y rige, y a la vez que extinguió el fuego de tantas liviandades y miserias, apagó el hogar escondido del saber. Cuadros y libros, edificios y esculturas, todo cayó destrozado, y el caballo de Atila quedó en pié, como siniestra visón, sobre el yermo suelo y ante la vía oscura y temerosa y triste de la Edad Media.
La Edad Media interpuso, como es sabido, un paréntesis a letras y artes; no fu, sin embargo, de larga duración. Mucho antes de que alborease el Renacimiento, y entre los rigores del ascetismo y el fragor de la pelea, irguiéronse las ojivas sobre los machones de las catedrales góticas; posáronse santos de granito en las hornacinas de sus portadas; treparon monstruos y endriagos por las archivoltas, los canalones, los frisos y los botareles, y destacáronse con vivos colores los misterios de las Escrituras en las vidrieras de las ventanas y en los retablos de los altares.
Pero otra vez el arte, supeditado a la liturgia, había retrocedido a cierta semejanza con la estatuaria egipcia: no se labraba o trazaba figura que a la devoción no obedeciese; lo profano, lo humano mas bien, estaba severamente proscrito; el ascetismo dominador rechazaba la belleza mortal como prevaricación del espíritu y exaltación de la carne; los prelados mas ilustres ordenaban que fuese representado Jesucristo "el mas feo de los hijos del Hombre". Como en tiempo de los Faraones, ignorábase también deliberadamente la anatomía, permanecían rígidas y como momificadas las figuras; y en aquella austera y severísima sociedad de monjes y guerreros, - paladines unos y otros tenaces y valerosos del espiritualismo mas extremado -, la pasión humana, como la humana belleza, no daba indicios de existir sino estrechamente ceñida por los tupidos velos de un fervor caballeresco o místico.
Rompiéronlos al cabo en Italia Nicolás de Pisa y sus discípulos. De igual suerte que las primera esculturas griegas, las primeras esculturas italianas, despiertan del sueño de los siglos, alzan la pesada losa que las soterraba, y empiezan a mostrar que es el cuerpo humano el mas propio y gentil modelo. La estatua entonces hace ondular los pliegues de su túnica, o se despoja con airoso ademán de ella; mueve los pies, enarca los brazos, dobla graciosamente el talle, alza con soberano ademán la frente, y logra, en fin, desentumecer sus miembros al calor de una civilización nueva y lozana.
Aparece el Renacimiento como eflorescencia magnífica del arte, tras los hielos de invierno prolongado. Vuelve la sociedad culta los ojos, sin ira ni encono, a los tiempos gentílicos; suspende el sacerdote sus anatemas contra todo lo pagano; recobra la naturaleza su culto y el arte griego su estima; tornan los dioses, si no al olimpo de los cielos, al olimpo del arte; deja el desnudo de ser carnal para ser bello; estúdiase el cadáver en el anfiteatro médico, y el modelo en el estudio del artista; vuelve a prestar la mitología asuntos al pincel y al escoplo; hácese a Jesús lindo como Cupido en la infancia, y hermoso como Adonis en la juventud; ostenta San Sebastián sus formas como un Antinoo, y es la Magdalena tan bella como Aspasia; evoca Cosme de Médicis en Florencia a Perícles, y León X en Roma a Octavio Augusto; leen e imitan los arquitectos a Vitruvio y a Palladio; estudian los pintores el paisaje, y los escultores la anatomía; en las ruinas del genio antiguo se nutren los grandes genios de la época; los frescos casi borrados de la Domus aurea de Nerón, producen las loggie de Rafael; del torso griego del Museo Vaticano, se decía discípulo Miguel Angel; el arco en plena cintra, el triglifo y la balaustrada derriban la ojiva, el rosetón y la crestería; el Sanzio pinta Galateas, el Corregio Ledas, y el Tiziano Venus; Sansovino cincela Bacos, Juan de Bologna Mercurios, y Benvenuto Cellini Perseos; el amor a la naturaleza hacía ya columbrar las escenas de costumbres de Velazques, las fiestas campestres de Rubens, los plácidos paisajes de Lobean, los interiores de Van Ostade y Teniers, y la caza viva y muerta de Snyders, Fyt y Hondekoeter, y el amor a lo antiguo creaba, a través de los siglos, ninfas y dioses en el taller de los estatuarios, desde Donatello hasta Canoa, Goujón y Thorwaldsen, y hacía que el Buonarrota coronase el Vaticano con el Panteón de Agripa.
Solamente en nuestro país permaneció estacionario el arte del cincel; las lujosas y paganas fiestas del Renacimiento no lograron que despertase nuestra escultura de sus místicos ensueños, ni que Alonso Cano se desviara de las devotas sendas de Berruguete,
Becerra y Montañés. Santos para los altares: he aquí en frase breve todo lo que ha producido la escultura en España; verdad es que en este orden son sus obras bellísimas. La mitología, fuente encantadora de inspiración, y el desnudo, ejemplo hermoso de la forma, que el escultor tanto ha de ennoblecer, no pasaron el umbral de nuestros monasterios. Menester ha sido que los tiempos modernos, contemporáneos mas bien, llegaran, para que se les tributase entre nosotros el debido acatamiento, y para que si bien por desgracia en escaso número, apareciesen artistas ganosos de seguir las gloriosas tradiciones de la escultura.
Pero aquel sacudimiento de Europa entera, el mas grande que la historia del arte registra, el Renacimiento, digo, que antes aun que a edificios y a cuadros, animó con su soplo creador a las estatuas, no se dejó sentir en nuestra tierra, y mientras Juan de Herrera y sus descendientes levantaban templos y palacios, y Joanes, Murillo, Velázquez, Ribera, Zurbarán y los suyos los enriquecían con valiosísimas pinturas, nadie acudía a recoger la herencia del Miguel Angel granadino, ni nadie tampoco, hasta ayer, pugnaba por resucitarla escuela de Praxiteles, o (lo cual es mas sumario y asequible) por seguir las lecciones de Houdón y de Puget.
Ingrata y áspera es, no hay que ocultarlo, la carrera del escultor en España. La historia no le ayuda y la experiencia le combate; apenas si ve mas que obstáculos que vencer, barreras que saltar y enemigos que combatir. Cúmpleme, pues, en la medida de mis fuerzas - y ya que pertenezco a ese ramo del arte, hoy doblemente honroso por el valer que entraña y por el sacrificio que exige -, cúmpleme, digo, apuntar algunos consejos y aventurar algunas observaciones, por mas que sea para mis pensamientos el blando papel mas duro y tenaz que el mármol.
Difícil e Imperfectamente salvada de las injurias del tiempo y los insultos de los hombres, la escultura helénica, arquetipo y prototipo a la vez del arte, deben, a mi parecer, los artistas acudir a las obras modernas, en particular a las que el Renacimiento produjo de mas acabadas y excelentes, no tanto por se gallardo fruto de privilegiados genios, cuanto por lo que se sujetan a la verdad y se inclinan a la belleza. El natural, como he indicado, fue en aquella época estudiado y obedecido con escrupulosa afición; reconquistó la forma humana real, sus perdidos fueros, y el producto de esta acción robusta y juvenil fue la copia de estatuas peregrinas que asientan sus pedestales en plazas, alcázares y museos. Cumplieron sus autores las leyes de proporción y de armonía que el modelo vivo les deparaba, y la figura, sumisa a estas leyes eternas e invariables, se ennoblecía e idealizaba por el genio del artista. Este es el sistema que deben seguir y el ejemplo que deben acatar los nuestros; copiar la verdad, embellecerla e idealizarla. No de otra suerte supo Praxiteles convertir a Friné en Venus, a una cortesana en una diosa.
Los escultores del Renacimiento ofrecen, pues, tangible y claro el conjunto de reglas que la escultura exige. Estudiarlos será, por lo tanto lo que, después de estudiar el natural, mas importa al artista. En este punto debe resueltamente buscar fuera de España sus modelos académicos, ya que los que de nuestra honrosa pero breve escuela nos restan, están en desacuerdo con el gusto del día, con las ideas del siglo y con el concepto general de la escultura.
Menguado es su cultivo en nuestra patria, escasas sus muestras de vitalidad, y no en manera alguna porque falte en ella la aptitud; que todavía gozamos, para confortarnos en nuestras desventuras, de facultades y genio para las artes todas. Pero no se halla en predicamento aquí la estatuaria; se la mira por lo común con indiferencia, y "la indiferencia de una nación en punto a la escultura - opina el autor de la Gramática de las Artes del dibujo - acusa un vicio de educación pública", porque, añade luego, "la imagen de la belleza plástica es necesaria para la dignidad de la vida universal, pues su ausencia nos dejaría sumidos en la barbarie, haciendo que las regiones del ideal desapareciesen de nuestra vista".
No es tampoco la escultura ( y el arte en general ) un vano adorno, ni fútil empeño el de poner de continuo ante los ojos del pueblo estatuas que recuerden sus glorias, o simplemente que representen una figura airosa y bizarra. Ya Grotius, el célebre filósofo y sabio humanista holandés, decía: "No basta que esté provisto el pueblo de las cosas absolutamente necesarias para su conservación y su vida; menester es también que esta le sea agradable". Y si el recordar esas citadas glorias nacionales, robustece el amor patrio, estimula y alienta al ciudadano, e inflama su corazón en noble orgullo, la contemplación continuada, en artística y bella imagen, del cuerpo humano, dechado de forma, asiento del espíritu, producto maravilloso de la naturaleza, no menos levanta el pensamiento y ennoblece el alma que, como Cicerón afirma en su libro de Las Leyes, "no hay quien, tomando a la naturaleza por guía, no se eleve hasta la virtud".
Llenos están pórticos, fachadas y plazas públicas en Italia de estatuas famosas de sus artistas; con ellas se adornan y enriquecen parques, jardines y paseos en Francia; copia Alemania las antiguas cuando no erige modernas a sus héroes; se alza la de Erasmo en Rotterdam y la de Rubens en Amberes; y en los Estados Unidos, nación poco artística por raza, y solamente ocupada hasta ahora en constituirse y enriquecerse, no hay americano ilustre que no esté esculpido, ni capital cuyo principal square no luzca una estatua.
Solamente en nuestro país no se perpetúan con el cincel los grandes hombres, ni sirve su trasunto en bronce o mármol de preciado ornamento de la ciudad. Huérfano casi está Madrid, como las provincias, de monumentos esculturales dignos de nuestra historia: desde Colón hasta Gravina; desde Pelayo hasta Palafox; desde Marcial hasta Quevedo; desde Morales hasta Goya; desde San Vicente Ferrer hasta Santa Teresa de Jesús; desde Cisneros hasta Campomanes; desde Alfonso el Sabio hasta Quintana... siglos y años navegantes, guerreros, sabios, poetas, artistas, filósofos, santos... gloria y prez de la tierra española, esperan que se les rinda público homenaje su patria del modo que en otras tierras se estila. Gracias que Calderón revive en mármol, y que Cervantes, y Murillo, asombrados de hallarse en tal aislamiento, se miran con sus pupilas de bronce a través del Prado de San Jerónimo.
Tráenme estas consideraciones, como por la mano, a señalar uno de los mas poderosos auxilios de que ha menester la escultura para prosperar en todos los países, y particularmente en el nuestro; refiérome al auxilio oficial, a la protección del Gobierno. No es esta petición mía una nueva faz del perpetuo clamoreo que los españoles, en voluntaria y constante tutoría gubernamental, elevan, reclamando del poder por antiguo achaque, cuanto necesitan, sin fíar nunca al propio esfuerzo y al arranque individual el logro de sus deseos. Es que la escultura, por su especial naturaleza, y en el día mas que nunca, necesita para respirar y vivir, no los estrechos salones de nuestras modernas casas, sino las elevadas bóvedas de un museo, y mas aún al aire libre de las plazas y los jardines. La pintura, que cediendo a mercantiles exigencias, ha achicado sus obras hasta reducirlas a juguetes, cabe muy bien en el gabinete de la mujer o en el despacho del marido y gusta mas al común de las gentes, porque halaga fácilmente la vista y cuesta menos que la escultura, cuya materia en bruto ya vale lo que por un cuadro concluido se paga. Unicamente los príncipes, los magnates y los potentados suelen en el día exornar con mármoles y bronces sus estancias, y esto, cediendo mas bien a un alarde de fastuosidad, que obedeciendo a un anhelo del espíritu.
Toca, pues, al Gobierno, - de la nación o de la ciudad, ministerio o municipio -, otorgar generosa protección a la escultura. Si aquella no puede, en manera alguna, no digo crecer, ni aun subsistir el arte; a menos que no descienda del trono a que la Grecia lo elevó, para ocuparse en figurillas de barro o en juguetes de metal, que, cualquiera que sea su mérito, no pueden considerarse al lado de la verdadera estatuaria, sino como el pasillo y el madrigal al lado de la tragedia y el poema.
La estatua mitológica como decorativa, la estatua histórica como monumento, puede tan solo el Estado erigirlas, y es, al hacerlo, doblemente honrosa y benéfica su acción, porque a la vez que estimula al artista, premia al genio y fomenta el arte; contribuyendo poderosamente al decoro y brillo del país, cuya cultura pregona al embellecerlo y cuyas glorias evoca al ilustrarlo.
Justo es, señores académicos, que tal esperanza aliente al artista que, en combate rudo con la materia indócil, persevera, entre afanes sin cuento, en la noble profesión con que me honro; justo es que tienda el Estado una mano amiga al escultor que, cuando la llama del amor al arte lo consume, queda no pocas veces meditabundo ante el informe mármol y el pensamiento informe, como aquel admirable Pensieroso de Miguel Angel, y que sueña atribulado en el pedestal que no halla nunca para colocar en él su obra; al escultor que, al perpetuar con su cincel poderoso los triunfos del genio o la apoteosis de la belleza, no aspira sino a grabar su nombre, apenas visible, en el zócalo de la figura hermosa que con sudores y fiebre esculpió, para encanto perenne de los ojos y deleite y majestad del alma.

He dicho.