Esfinge - Suñol

 

SUÑOL, por Jose Ramón Melida

(Artículo publicado en revista de arte)

El 16 de Octubre último falleció en Madrid D. Jerónimo Suñol, cuyo nombre escribirála Historia en lugar preeminente entre los pocos que registra de escultores españoles. Ha muerto a los sesenta y dos años, en la plenitud de sus facultades. Acaso su generación no le estimó tanto como merecía; la generación nueva le tenia olvidado; rendía obligado tributo a su prestígio, pero no hacía verdadera justicia a su mérito. El caso, sin ser nuevo, es de lamentar, por la flaqueza humana que descubre. Sin embargo, nada supone para la glorificación de Suñol. Los genios solamente nos alumbran con su fulgor en la serena noche de los tiempos. A la plena luz de la efímera actualidad parece como que anulan su resplandor las eternas sombras por entre las cuales se desliza la existencia. Las contadas personas que, apreciadoras del arte, conseguían abstraerse de esas impresiones del momento, sabían que Suñol era un maestro eminente, verdadera gloria nacional.

Ha llegado para él el día de las alabanzas; mañana llegará el de la justicia. Entre tanto permítasenos esbozar su biografia, repasar sus obras y señalar los rasgos de su personalidad, tal como nos es dable apreciarlos.

Los historiadores venideros hallarán poquísimas noticias que recoger de D. Jerónimo Suñol. Persona modesta y sencilla, nadie pudo arrancarle datos para su biografia, que aparece esbozada en los diccionarios. Por ellos sabemos que nació el año 1840 en Barcelona. Mi amistad con el artista en sus últimos tiempos me ha permitido recoger de sus propios labios algunos recuerdos que él evocaba con delectación y yo escuchaba con íntimo placer, bien ajeno de que algún día pudiera referírselos al público para satisfacer su natural curiosidad de conocer, además del artista, el hombre.

Por cierto que antes de llegar a serlo estuvo para malograrse. Al niño Suñol le cogió en las calles de Barcelona un tumulto revolucionario. Iba con otro pequeño de su igual, y al ver que el tiroteo de revoltosos y leales les impedía llegar a sus casas, el instinto de conservación les dió ánimo para acogerse al quicio de una puerta cerrada, mientras las balas silbaban por delante de ellos. Así se salvaron.

Adolescente, llevado de instintiva vocación por la escultura, hizo sus primeros ensayos en un taller que allí tenía su padre, de quien, al contarlo, se mostraba reconocido por la severidad y rectitud con que procuró abrirle camino, inculcándole el sano principio de que, a imitación suya, se labrase con el propio trabajo su porvenir. Por eso al ver que el novel escultor perseveraba en serlo, le puso a practicar en el taller de un maestro que se ejercitaba en la ejecución de imágenes piadosas.

Entonces hizo Suñol su primera obra importante; una Virgen de talla para el oratorio de un particular. Cursó en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona, sin dejar el trabajo en las horas libres y acabado el aprendizaje, pronto realizó el sueño de todos los artistas; ir a Roma pensionado. Era aquella la Roma de Pío IX y los tiempos en que Victor Manuel se la disputaba. En 1862, cuando Garibaldi al frente de 2.000 voluntarios se batió en las calles de la famosa ciudad con las tropas realistas, Suñol y un camarada se lanzaron a presenciarlo de cerca; pero a él, que por ser extranjero se creía seguro, le perdió el llevar un sombrero tan parecido al de los garibaldinos, que un jefe realista le hizo detener con intentos nada piadosos, hasta que convencido de que se las había con quien no había nacido para las luchas de la milicia, sino las del arte, le dejó libre.

En Roma y al lado de las personalidades más eminentes que iniciaron el renacimiento de nuestras artes en el siglo XIX pasó Suñol los mejores años de su vida; allí ejecutó la estatua del Dante, que enviada a nuestra Exposición nacional de 1864, bastó para consagrar su fama, lo que fué vencer en la primera lid, pues para las costumbres de aquellos tiempos fué mucho ganar una segunda medalla sin haber obtenido antes otras recompensas; allí hizo las estatuas de Petrarca y de Himeneo, la cual le valió primera medalla en la Exposición nacional de 1866, y de bronce en la Universal de París al siguiente año; allí hizo, en fin, el mausoleo del vencedor de Africa, General O’Donnell, que adorna la iglesia matritense de las Salesas Reales, hoy parroquia de Santa Barbara. Pero el clima de Roma fué traidor a la vigorosa naturaleza de Suñol, que pasó allí una gravísima enfermedad. Su convalecencia fué un idilio, y el artista se casó con Doña Adela Rossi, que le sobrevive. Oirle referir a Suñol su boda, era famoso: la documentación necesaria pedida a España tardaba y llegaba incompleta. Pero la Curia romana facilitó al cabo el camino por gracia especial del Papa, exigiendo que acudiesen dos testigos. Lo fueron los artistas Agrassot y Tusquets. El Cardenal que, con un crucifijo delante, practicaba la ceremonia, tomo juramento primeramente a los novios, después a los testigos. Cuando le llegó su turno a Tusquets, soltó éste la risa en las afeitadas barbas del Cardenal. Preguntóle éste la causa de tan extraña e irreverente hilaridad, y aquel contestó:

-Excelencia, es tan mala la escultura de ese crucifijo, que no he podido contenerme.

-¡Ah, los artistas!. - exclamó el Cardenal, riendose también.

San Pedro - Suñol Suñol habia ido a Roma desconocido y salió de ella con una reputación envidiable. Vino a España y se estableció en Madrid, donde ha ejecutado obras de gran importancia, unas para magnates, como los Marqueses de Portugalete, de Manzanedo y de Linares, las Duquesas de Denia y de Villahermosa; otras para el Gobierno o entidades oficiales, Pudo medrar, pero no sintió las comezones de ambición, pues solo conoció las puras ambiciones del arte. Se hizo su rincón para pasar la vida modesta y retirada que hizo siempre, austero y humilde. No sabía pedir al favor lo que corresponde al derecho; no sabía luchar con otras armas que las de su mérito; no sintió los desvanecimientos de la lisonja, en términos que jamás leía los elogios tributados a sus obras por la crítica, que nunca le discutió. En fin, Suñol no ha tenido enemigos. El respeto y la admiración de todo el mundo le han acompañado hasta el sepulcro.

La experiencia le había hecho conocedor de los hombres, y era un estóico que amaba el arte, a cuyo culto fervoroso consagraba sus preciosas facultades. Por eso todo el mundo, y mayor motivo los que le trataban, estimaban su rectitud de conciencia y la bondad que atesoraba su alma. Era notable verle acometer una obra: primeramente estudiaba el tema, leyendo lo que acerca del personaje o del hecho se hubiera escrito. Suñol leía mucho y meditaba lo leído con mucha calma. Después hacía unos bocetos para fijar su idea; luego empezaba la lucha con el modelo, o sea con el natural, para dar vida a la idea. La lucha era titánica; pero él vencía, dándonos al cabo una obra producto de la inspiración genial, del estudio reflexivo y de la labor concienzuda y exquisita.

Por eso ha sido un artista que no deja muchas obras, pero todas de gran mérito, sin que en algunas se adviertan desfallecimientos, ni puedan señalarse entre las de juventud rasgos incompletos de una personalidad. Su producción, en suma, es acabada, como producto de un temperamento artístico muy bien equilibrado y cuyas facultades se desarrollaron extraordinariamente con el estudio.

Un maestro como Suñol solamente llegó a ser profesor auxiliar de la Escuela de Escultura y Pintura.

La Academia de San Fernando le abrió sus puertas en 1878, y su recepción en ella tuvo lugar el 18 de Junio de 1882, leyendo un discurso en el que ensalza a los grandes escultores de pasados tiempos, como le ensalzó a él al contestarle el Marqués de Valmar.

La obra con que Suñol dió a conocer su nombre y su gran mérito juntamente en la ocasión ya dicha, fué el Dante. El modo como acertó nuestro artista a San Pablorepresentarle justifica el éxito y el fundamento de aquella reputación. La figura no puede ser más expresiva ni más sencilla. Dante medita. Sentado, inclinado hacia delante, la barba apoyada en la mano diestra, el codo en la rodilla, está en un paréntesis de la lectura del libro que conserva en la mano izquierda, teniendo por registro entre las páginas el dedo índice. Los versos de Virgilio le han sugerido la visión de lo inmortal, y con la mirada, como abismada en la tierra, pasa por aquella frente, augusta y serena, la visión del Infierno, o si se quiere, del gran misterio de la vida. Aquella es la figura precisa del divino poeta de la Edad Media, en cuya mente resucita la belleza de arte antiguo; es el símbolo de la gestación misteriosa del nuevo arte. Viste la amplia vestidura que pliega como la túnica de las imágenes sienesas, y sobre la caperuza toscana ostenta los laureles que le ciñó la admiración. Inútilmente se buscaría en estatua tan expresiva, que lo es a la manera de las creaciones de Fidias y Polycleto, en las cuales la expresión no está en el rostro, sino en la totalidad de la figura, rasgo alguno por donde salga con arrogancia a la superficie el pensamiento semi-heroico del autor. Supo éste atemperar su brío en el clásico reposo de la estatuaria antigua; supo en ella y en su descendiente la florentina, depurar su exquisito gusto; alcanzó por medio de la emulación que le despertaban los grandes maestros, esa preciosa sencillez de composición y de líneas, que es el mayor encanto y el mérito mas alto en la realización del arte. Como rasgo mas personal imprimió a su obra un suave y noble realismo que da a un tiempo la nota moderna y la que corresponde a la tradición artística española. Debió luchar para ello con el pie forzado del rostro de Dante, cuya mascarilla utilizaría, aunque nunca podía suplir al modelo vivo. El de las manos sí lo tuvo en el pintor valenciano Agrassot, que con tan amistosa complacencia contribuyó al éxito de Suñol, el cual extremó en tan importantes trozos de su obra el estudio y la delicadeza de factura: son unas manos maravillosas. El plegado de los paño, sin nada de artificioso, recuerda el de las figuras góticas. Toda la figura es fina y elegante.

Envió a Madrid nuestro artista su obra en yeso, y así se conserva en el Museo de Arte Moderno. Pero quiso darle  vida más duradera, y empleó algunos ocios de sus últimos años en hacer una reducción para fundirla en bronce. Así lo hicieron en París; pero descontento del resultado, mandó hacerla en Barcelona. Ignoramos si se ha ejecutado. La Academia de Bellas Artes de San Fernando, deseosa de rendir justo tributo a la memora de Suñol, acordó procurar que sea reproducido en mármol el dicho modelo del Museo.

Participa la presente estatua del aspecto pictórico, que es uno de los caracteres de la escultura del Renacimiento italiano, cuyo estudio debió ser muy del gusto de Suñol en Roma. Por el contrario, volviendo los ojos a la estatuaria antigua, también acometió el tema predilecto del arte griego, inspirandose en sus obras: el desnudo. Tal es la hermosa estatua de Himeneo. Aparece el divino mancebo arrogante, risueño, coronado de rosas, en pie; el elegante torso ondulando ligeramente y cargando sobre la pierna derecha; con la izquierda ligeramente doblada, recordando la postura de los atletas de Polycleto; el brazo diestro junto al cuerpo; el izquierdo exento, viendo cómo prende el fuego del amor humano de la antorcha que tiene en una mano, a que tiene en la otra. En la inflexión, la línea que ondula desde la inclinada cabeza hasta el centro abdominal, y desde aquí, en sentido inverso, hasta el pie izquierdo, hay un soplo praxiteliano, avivado por la morbidez que le prestó el natural. ¡Cuán distante se halla esta clásica figura, de aquellas que produjo el gusto napoleónico con su pretencioso dogmatismo arqueológico!. Cualquiera de las estatuas a que nos referimos, resultará fría al lado del Himeneo de Suñol; porque éste, para ejecutar su estatua, no se dispensó con la contemplación de los mármoles antiguos del atento examen de la Naturaleza, que supo engrandecer y sublimar a la manera clásica. El modelado revela un estudio tan concienzudo como delicado, y el sentimiento con e1 que se supo expresar el autor la amorosa indolencia y la suave morbidez del alegórico personaje. La filiación artística de esta figura está en los juveniles dioses de Praxiteles, cuya característica es la gracia. La cabeza, sobre todo el rostro, que respira la placidez olímpica, y los pies calzados con sandalias, revela las impresiones directas de la estatuaria helénica; el cuerpo, de admirable elegancia, construido con unas proporciones que recuerdan las del canon de Lisypo, el famoso escultor de Alejandro, y aun las superan en esbeltez, guarda más relación que con las estatuas antiguas, con las del Renacimiento; y la mano derecha tiene algo de miguelangelesco.

La obra más importante que hizo Suñol en Roma es el mausoleo del General O’Donnell. No nos detendremos a describirla, lo que sería prolijo e innecesario, puesto que está en un sitiobien público y principal de Madrid, haciendo juego con el grandioso sepulcro del Rey Fernando VI, lo cual constituye la única falta de aquella, no porque desmerezca en nada al lado de ésta, sino por la discordancia de sus estilos. Fue notorio desacierto colocar un sepulcro del gusto más puro y delicado del Renacimiento en una iglesia barroca y como en competencia con la ampulosa creación de Olivieri. Mutuamente se perjudican estas obras. Debió, y aun debiera por mas de una razón, colocarse la sepultura del vencedor de Africa en la Basílica de Atocha.

Es menester acercarse a dicha creación de Suñol y abstraerse del medio en que se halla para apreciar en ella el hermoso conjunto decorativo, el buen gusto del ornato florentino y de la combinación de los varios elementos que la constituyen y la finura exquisita de la ejecución. Florentino hemos llamado el estilo de esta obra, y en verdad que revela, el empleado por el artista, estar mas cerca de aquel originario que no del plateresco español, aunque uno y otro sean la misma cosa en la Historia del Arte.

La estatua yacente es de un realismo sincero que expresa sobriamente el noble reposo del caudillo. Con suma discreción salvó Suñol el escollo que ofrecía este monumento, al combinar con aquellos elementos alegóricos y decorativos propios del dicho estilo, elementos no ya modernos, sino del día, cuales son el relieve colocado en el frente de la urna sepulcral, relieve de género descriptivo y pintoresco, que representa la entrada de nuestro ejército en Tetuán, y las cabezas de soldados cazadores y marroquíes, que llenan los medallones de la archivolta del arco.

Falta de datos de las varias producciones de Suñol nos impiden seguir en ellas las fases e historia del artista. Hablaremos tan sólo de algunas de sus producciones que nos den a conocer, por lo menos, los varios temas que hubo de tratar.

Las primeras estatuas que hizo en Roma revelan que asunto, desarrollo, ejecución, son hijos del libre vuelo del artista guiado por la noble ambición de mostrar su poder.

Pero en Madrid, conseguida ya en las Exposiciones la consagración de maestro, la lucha de la vida deja aquellas facultades a merced de los gustos y tendencias de nuestra sociedad. Suñol recibe encargos distintos, entre los cuales predominan los de obras religiosas.

Ejecuta en 1878 una de talla, creemos que para una iglesia de Barcelona, en un género distinto a los anteriores. Es una Pietá, que recuerda ciertas esculturas italianas de barro pintado, como una de Guido Mazzoni y otra de Juan della Robbia, en las cuales, como en la presente, sirve de base a la composición la figura del Cristo muerto y yacente. Clásico y realista a la par, Suñol dió a este desnudo una nobleza, un reposo, una blandura y suavidad, que infunden respeto y amorosa veneración. Hay en la Santa Faz y en la desordenada cabellera sobre todo, un recuerdo de la estatuaria religiosa española del siglo XVIII.Piedad - Suñol

 La Dolorosa, postrada ante el cuerpo de su Hijo y con el conturbado rostro levantado al cielo, participa mucho de la influencia clásica e italiana, recibidas por el autor en Roma, y revela además que al regresar a la patria, lejos de abandonarse el artista a sus propias fuerzas, sigue estudiando, y con el fino instinto lo hace en los modelos españoles de la citada época, que también son de talla, están pintados y son de arte realista. Esta figura es la Niove cristiana, pero con aquella viva expresión de sublime dolor que vemos en la Pietá de Gregorio Hernández, existente en Valladolid. El mismo tipo clásico y patético a la par reprodujo Suñol, mejorándolo notablemente; el rostro es mejor que el del escultor castellano. Además, trató el amplio traje que recata y dignifica las formas de la Virgen Madre, que en esta imagen es la Matrona cristiana; el manto y la sábana santa, entre cuyos finos pliegues aparece el divino cuerpo, con una verdad tan ingenua, tan sencilla y tan moderna al propio tiempo, que descubre por entero la condición de nuestro artista.

Aun fué mas realista en otra obra para la devoción y de asunto completamente español: una Santa Teresa. Superó también a Gregorio Hernández, cuya imagen de la Santa doctora existente en Avila, es de sus mejores obras; pero supo dar Suñol a la suya expresión más intensa de arrobo místico y corrección más clásica en líneas y formas. En las ropas, reproduciendo con absoluta fidelidad el hábito carmelita, alcanzó uno de los triunfos más grandes que puede registrar el realismo. No cabe mayor acierto; aquello es la verdad misma. El arte español triunfa por completo de la tradición italiana. Lo que vemos es una monja que va a echar a andar.

Por el contrario, fue clásico Suñol- porque su espíritu sutil sabía atemperarse a unas u otras tendencias, según los asuntos en una imagen de Maria Inmaculada, también de talla y pintada, que hizo para el oratorio de los Marqueses de Casa Jiménez. Representó a la Virgen casi niña, la cabeza inclinada, las manos apoyadas sobre su pecho, en el sublime momento de escuchar la salutación angélica. La figura está envuelta en un manto que apenas si deja adivinar el sitio de la rodilla derecha y que, formando un gran pliegue por el frente, parece como que expresa aquel sacrosanto recato, de que es símbolo la doncella. Esta figura es de un clasicismo que recuerda el de Oberbec, sin deberle nada.

Clásico fue también a la manera italiana, pero tomando de la realidad el nervio y el vigor que sólo ella podía darle, en las dos estatuas de San Pedro y San Pablo que labró en mármol para la iglesia de San Francisco el Grande, y son de las obras mas acabadas e importantes del artista. Hízolas en competencia con Samsó, Valmitjana, Bellver, Martín, Gandarias y Benlliure, a quienes se confió el resto del Apostolado. Esta emulación avivó los bríos del artista, que fiel a su sistema hizo un estudio detenido de los dos Príncipes de la Iglesia. Puso la piedra angular de ella por apoyo del pie de San Pedro, que envuelto en su manto con severa elegancia, en lo que recuerda la estatua de Sófocles existente en el Vaticano, retiene en su nervuda mano izquierda la llave del Cielo y muestra la derecha en ademán de bendecir, inclinando la venerable cabeza con cristiana reverencia. Majestuoso y humilde a la vez, es aquel hombre de ciega fe y de voluntad decidida a quien dejó el Salvador por su Vicario en la tierra. Vigorosa y tranquila, esta figura es un acabado modelo de sobriedad, reposo y buen gusto, tanto en la actitud como en la corrección de las extremidades, elegancia y blandura de los paños. No fue menor el acierto de Suñol en el San Pablo. Representó de un modo bien humano la condición del Apóstol de las gentes, que era enérgico cuando censuraba los vicios y dulce cuando predicaba el amor. Como los escritores paganos en sus estatuas, tiene el Santo en ésta un volumen en la mano y una caja de ellos junto a sí. Tiene además la espada, su atributo. Mantiene el continente digno y severo; vuelva a un lado el barbado rostro con expresión que retrata la energía del carácter y aquel amor verdaderamente paternal, que sentía por la Humanidad, según demuestran sus epístolas. Hasta el plegado de los paños, que da un efecto algo picante de claro-oscuro, acusando el vigor del cuerpo que visten, responde al carácter del personaje.

En ambas figuras, concepción y forma están de tal modo identificadas, que ocultando la lenta labor intelectual y la técnica, no menos despaciosa, parece como que surgieron acabadas y bellas del poderoso genio del artista. Revelan mas saber que el Dante y el Himeneo. Son acaso las mejores obras de Suñol.

Hizo este por la misma época, o antes (1885 a 1886; la obra de San Francisco fue terminada e 1889), una composición decorativa de grande importancia; el grupo de las tres Nobles Artes, que corona el pórtico Norte del Museo del Prado. Pidió Suñol esta vez su inspiración al arte griego, lo cual quiere decir que con fina intuición buscó la idea madre de tales personificaciones alegóricas. Mas no las representó en pesadas matronas, sino en gallardas doncellas que por su majestad y su reposo bien parecen hijas de Minerva, la diosa intelectual. Subida sobre un pedestal extiende ambos brazos hacia sus hermanas la Arquitectura, cuya superioridad está indicada también por una diadema que ciñe sus trenzados cabellos y por ser la más robusta de las tres. A su izquierda, hermosa y severa está la Escultura; a la derecha la Pintura, mas joven y graciosa que las otras. Ostentan en las manos por atributos los instrumentos y accesorios propios de cada cual, y tienen en redor otros objetos análogos y fragmentos de famosas obras de arte. La medida, la ponderación acertada, el buen gusto con que Suñol compuso este grupo, combinando sus varios elementos, y la fineza moderna con que trató el arte clásico en la belleza ideal de los rostros y la elegancia ática del plegado de los paños, son otros tantos aciertos de esta notable obra labrada en piedra de Almorquí.

Poco después hizo Suñol un precioso modelo para otra composición semejante, pero mucho más vasta; la gran alegoría de lasa Artes y las Ciencias, que había de decorar el frontón de la Biblioteca y de los Museos Nacionales. Causas cuyo examen no es de este lugar impidieron que el maestro fuese el artista designado para ejecutar esta obra. Pero dicho modelo, con el del citado grupo del Museo, se conserva en el Círculo de Bellas Artes y revela que la obra definitiva, en el mismo género que la citada, aún más graciosa y moderna, hubiera sido en alto grado admirable.

Para el mismo fin y también sin fruto ejecutó un modelo de esfinge, en la que campea aquella misma distinción.

Antes había hecho la estatua marmórea colosal (pues mide cuatro metros) de Cristóbal Colón para el monumento erigido en Madrid. Representó al insigne navegante en el momento de divisar aquella tierra firme de sus ensueños y cuyo descubrimiento le coronó de gloria, sereno, elevando al cielo el rostro y con él una plegaria de gratitud. Un idealista hubiera fantaseado el tipo, prestándole viva expresión de orgullo. Suñol, fiel a la verdad, representó al hombre de fe que, al recibir el premio de ella, se muestra humilde ante su Creador. Colón siente en su pecho el ansiado bien; está satisfecho, da por no padecido su penoso calvario, y siente todo su ser como poseído de inefable dicha. Tradujo estos sentimientos el artista en un figura severa, de líneas reposadas y dulces, y de un realismo sencillo y sincero. Su emblema es el que marca la verdad histórica: el pendón de Castilla, coronado por la Cruz y apoyado en un globo terráqueo que tiene al lado sobre un adcesorio del aparejo náutico. Y están combinados de tal suerte estos elementos, que bastan para expresar la idea y la realidad.

Realista era, en verdad, Suñol por temperamento, y supo serlo en aquella media y por aquel modo que pedía la índole de cada obra. Pruébanlo las dos últimas importantes que hizo.

Fué la primera una imagen de San Francisco Javier, que para la iglesia elevada en Navarra en la cuna del Apóstol de la India por la señora Duquesa de Villahermosa le encargó esta insigne dama, por mediación mía, lo que me permitió seguir paso a paso la génesis de esta acabada obra. En un principio se pensó en hacerla de mármol; pero cuando Suñol hacía sus modelos, pues hizo tres distintos, hasta hallar en uno su concepción completa, surgió un reparo invencible, dado el fin a que se destinaba la estatua. Los españoles no rezan mas que a los santos de talla. En Italia el culto es más clásico: ama el mármol; pero la tradición piadosa española es la de las tallas de Juni y Hernández, Alonso Cano y Juan de Mena. A esa tradición hubo de volver los ojos Suñol, e hizo un Santo ascético y vigoroso, como le hubieran hecho aquéllos; pero mejorándolos notablemente. Representó al Apóstol que, desafiando todos los riesgos y penalidades de la vida entre los bárbaros orientales, acometió la titánica empresa de evangelizarlos. No solamente se preocupó Suñol de los rasgos morales del personaje, sino de los físicos, fijándose al efecto en el retrato suyo más auténtico, que le fue hecho en Goa por otro misionero, y se halla publicado por la Sociedad Geográfica de Lisboa. Es un grabado en cuyos trazos vigorosos se descubren los del animoso Apóstol. Con estos elementos, Suñol hizo una imagen completamente opuesta a las que suelen hacerse, dulces y plácidas, revestidas de roquete y estola, pulcras y aseadas, cual si se tratara de un capellán de oratorio. Hizo la figura llena de nervio y espíritu del austero evangelizador que, sin mas traje que la sotana (según consta en referencias de su vida), se muestra entregado a su predicacion, con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante, la mano derecha extendida, la izquierda ostentando un crucifijo, la cabeza levantada al cielo, donde clava los ojos y parecen elevar una invocación los entreabiertos labios.

Esta Figura recuerda, por su severidad de líneas, el conocido San Francisco de Mena, conservado en Toledo: admirable por su ascética expresión total, por la grandiosa sencillez de sus líneas, por la verdad de su actitud, de su forma y detalles, que el artista trató con exquisito amor, sin perdonar las ondulaciones de la tela, las rugosidades de la piel; subyuga por la fuerza misma de su realismo: por el poderoso elemento de humanidad que hay en ella. Es el hombre que todo lo puede con su voluntad; es el héroe que alcanza el triunfo de su idea. Asó lo reconocemos en aquel rostro pomuloso, trabajado, curtido, enérgico; en el cuerpo vigoroso y duro que palpita bajo aquella sotana; en el ademán firme y en las nervudas manos de talla magistral.

La otra estatua, verdaderamente la última ejecutada por el artista, es la del famoso banquero D. José de Salamanca, destinada al monumento que a su memoria levantan en el barrio de su nombre.

Diríase que Suñol quiso dar en esta escultura cumplida muestra del estilo peculiar con que a nuestro modo de ver habrá de distinguirle la historia, cuando se escriba la de nuestro arte contemporáneo: estilo caracterizado por un feliz consorcio del realismo español y el idealismo italiano del Renacimiento: realista sin ser nunca trivial, clásico sin ser frío, idealista sin falsear la verdad, a la que rendía culto ferviente.

Nunca olvidaré la última visita a Suñol en su estudio una tarde del pasado mes de Junio. Acompañaba yo a otro maestro del arte, D. Alejandro Ferrant. Hallamos a D. Jerónimo subido en un andamio improvisado, perdido de yeso, ardoroso, rejuvenecido, acabando el modelo de la estatua que iban a fundir en Barcelona. Don Jerónimo, al mostrarnos su obra nos refirió el estudio que había hecho de aquel personaje tan famoso por sus grandes empresas y peregrinas prodigalidades. Admiramos la obra, clásica, a pesar de la levita del gran señor que aparece en su postura habitual, con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón; mirando al espectador, como midiéndole de una ojeada a pesar de que la expresión del rostro parece de indiferencia; sinceramente realista y de esa sencillez grandiosa que sólo es dable encontrar en las grandes creaciones artísticas.

D. Jerónimo hacía girar el caballete para que examináramos la figura, y hablaba con aquella dicción tan pintoresca en que el acento catalán, la sinceridad y el elevado sentimiento del arte formaban delicioso conjunto. Seguíamos la conversación, creo que para escucharle. Y yo le miraba considerando qué línea tan imperceptible nos separa en la realidad del genio, y sin embargo cuán grande es la distancia a que verdaderamente nos encontramos de él.

Ni se me pasó por las mientes que tan pronto habría de trasponer definitivamente nuestro amigo esa distancia inconmensurable.